Todos los niños del mundo hablamos el mismo idioma. Usamos las mismas palabras, los mismos ruidos para expliacrnos las cosas los unos a los otros. Puedo encontrarme con un niño ruso y entenderle perfectamente, y él a mí, por supuesto. O un niño chino mandarín. O un japonés. O uno de Burundi. Después, cuando crecemos, abandonamos este idioma común, que es simple y fácil de usar, para aprender a hablar como las personas que son mucho más mayores que nosotros, que son mucho más viejas. Mis padres hablan español, pero los de otros niños hablan árabe o alemán o swahili, y la cosa cambia. Lo peor es que, en un momento determinado, todo ese idioma común, ese lenguaje que es parecido al idioma de las plantas o de los insectos, se olvida. Se pierde. Yo me doy cuenta de esto porque cuando hablo, cuando les cuento algo a mis padres, ellos apenas me entienden. O, peor aún, ellos me hablan con palabras yo no les entiendo.
En mi idioma, que es el mismo que el de un niño del Congo o del Nepal, puedo hablar con las moscas, con los perros, con los peces. Puedo hablar con la arena y con el mar. Puedo hablar con casi todo. Por ejemplo, ahí me ven, hablando con los habitantes de una de las habitaciones de la casa, la habitación de las cassettes y los DVD. Hablo con esos objetos y ellos parece que no me contestan porque se quedan ahí, quietos, mirándome. Los objetos no hablan, no saben decir ni una palabra. Pero me dejan que los tire y los lance contra el suelo y los vuelva a tirar y a lanzar otra vez contra el suelo. Antes de hacerlo, hablo con la cara de un cassette y le digo que lo voy a tirar, que quiero que haga mucho ruido cuando caiga y el cassette me mira y se lanza desde mi mano con todas sus fuerzas hasta que hace tanto ruido que aplaudo y lo dejo en paz.